La paternidad nunca es fácil y las reglas básicas siempre están cambiando. Pasamos de ejercer el papel de confidentes, al de co-conspiradores, a jefes de policía, a maestros, a compañeros de juegos y vuelta de nuevo… todo en el mismo día. ¡Apenas tenemos un respiro!
También cambia constantemente lo que hacemos para asegurarnos de que nuestros hijos están a salvo. Cuando gatean, aprendemos a no dejar cosas en el suelo. Más tarde, consiguen ponerse de pie. Entonces tenemos que mantenerlos a salvo de los nuevos peligros a nivel de sus ojos. Hay que quitar las rueditas auxiliares de la bici, y tenemos que observarles mientras se alejan pedaleando (generalmente para pegársela contra el primer árbol). Observamos su ingesta de azúcar, nos aseguramos de que comen bien y de que no se metan cositas en la boca.
Ese es nuestro trabajo como padres. Así que repetimos los consejos probados y acertados, pasados de generación en generación, de nuestra abuela a nuestros padres y luego a nosotros: “No hables con extraños”, “Ven derecho/a a casa después de la escuela”, “No te pelees”, “No le des a nadie tus datos”, “No aceptes regalos ni caramelos de desconocidos” y “Debemos saber quiénes son tus amigos”. Esto es terreno conocido, después de todo. Conocemos los peligros que afrontan los chicos en la calle o en el centro comercial, o en el patio, porque los hemos conocido nosotros mismos.
Como en cualquier gran comunidad, también hay peligros que nuestros hijos se van a encontrar en el ciberespacio. Pero, como nuestros hijos saben más que nosotros acerca de Internet, nos preocupa pensar cómo les vamos a enseñar a evitar esos peligros. Por suerte para nosotros, esos peligros se pueden manejar usando los mismos viejos consejos que siempre hemos utilizado. Sólo necesitamos traducirlos a términos del ciberespacio: del lenguaje de la abuela a la ciberjerga.
(De Internet con los menores riesgos, de Parry Aftab)